Camino obligado a la plaza, y como si todas las formas de trasladarse por las calles de Santiago tuvieran la impronta caída, la necedad del progreso, o una renuncia romántica a los lugares comunes de la ciudad, el caminar por Santa fe entre Sor Mercedes Guerra y Alsina merece una postal digna de museo. No se sabe empezar si un tramo induce algún pensamiento bobo, y transitarlo se convierte en el umbral de la miseria provinciana, lo cierto es que llegado el medio día acaece una dimensión extraña que más tarde se hace notar, entre los olores que disparan el culo de una panadería y un paisaje de cárcel que siempre deja su huella.
De chico me tocaba volver del colegio, tomaba una ruta extraña que excluía necesariamente el paso por Moreno, Pedro León Gallo, y cualquier otra avenida.
La mayoría de las veces el olor era impagable, los guarda cárceles - que siempre han parecido un poco trepados e incómodos sobre los muros – me distraían la mirada, y por alguna razón el calor pegaba con más fuerza en esa cuadra. Caminarla por la vereda del frente (la casa del jardín con pretensiones primaverales, la despensa, el monstruo canino detrás de unas rejas oxidadas y la señora que habla a los gritos con sus perros) no me atraía, era imperativo padecer la cuadra por el lado de las cloacas, ya en ese tiempo disfrazadas de paseo, pero que a última fecha se ha convertido en santuario para los deudos del motín, y también un peligro desatendido para los transeúntes que se le animan.
Después de esa jornada escolar un bicho se me había desprendido, había quedado parado en la esquina del telecentro, no sé si tenía a bien volver conmigo al almuerzo o iba a esperar mi próxima pasada cual pasajero en el andén, por lo pronto me abandonaba en brazos del calor, la pesadumbre sumada entre el cansancio, el hambre y el sueño, porque uno cuando es changuito vuelve a su casa transpirado y bostezando, tan desconforme de su suerte que ningún almuerzo alcanza, ningún premio o halago maternal.
Era necesario figurar la huída del bicho, con el paso de las cuadras, cuando después de La Rioja y antes de cruzar Alsina la conciencia de saberse caminando una aldea de cal, regresando de una lobotomía cualquiera, cuando con tanto peso, mirar y respirar doblemente se torna una odisea; los lugares retienen una mirada para si mismos, los guardan como armas blancas, juguetes innecesarios que permiten equilibrarte por una calle, o vereda, por esta sí, nominan una suerte de libertad para el caminante, y uno va manchando de humedad el piso, batiendo el aire entre las calles y avenidas para conformar una ruleta desolada con la que alguien habrá de divertirse. Pero desde la huída de este nuevo bicho, que a diferencia de otros va a quedar representando la entrada y salida de - acaso - el único refugio para sus pares, el tránsito por esa cuadra se ha expresado con un orden natural en estos años.
Al caer el día cierta paz se agolpa en la cuadra, viene con el vientito, trae esa fantasía rebelde y algún suspiro gótico dejado por ahí. Podría citarse también una desconfianza sistemática a cada paso que se da, sin embargo la poca luz le hace a uno respirar el silencio, pasar desapercibido haciendo equilibrio por el cordón cuneta y zigzaguear a gusto con la impunidad que brinda una calle abandonada por el folclore y la televisión. Es entonces ahí donde la ausencia de cualquier esquema telúrico permite apreciar la deslinea de este puente entre las obligaciones diarias y la abnegación con la que se cumplen los rituales festivos de nuestra identidad, tan necesarios para la elegía callejera entre las veredas y las casas.
Con los condimentos planeando ya en la cuadra se presenta una guerra muda, la cárcel, que puede lucir naturalmente como un castillo viejo (no hay por qué revolucionar estos conceptos de antaño), las casillas en los muros adornadas con farolas, que eventualmente con una mano de la luna inician una batalla feroz contra tanta penumbra y solitud; ya encaja perfectamente con el cuadro mohoso que se para en frente. Los cordones desaparecen, el silencio deja de ser tal, y se nutre de ladridos y maullidos.
La luz de la primera farola me encandila apenas comienzo a pasar.
Entre los chasquidos de mis botas contra el suelo, los latidos que se hacen oír, los gemidos de la noche, y una respiración víctima del tabaco que con los segundos se acentúa; tallan a fuego y con vértigo una desarmonía que entona con la postal.
Otra vez la penumbra.
Hacia la otra punta no se ve nada, de la Belgrano no llegan bocinas, por Alsina no pican las motos, entonces continúo mi marcha, la ciudad me parece desierta, sus voces liberadas no corren ni saltan de vereda en vereda, diviso la sombra que me regala una luna, los guardias del muro se esconden, las estrellas.
A mitad de cuadra el frío entra como un puñal entre mis ropas, una sombra traidora que palidece ante mis ojos que se nublan, un espasmo que el silencio, ahora crudo y cómplice, guía hacia la bocacalle, mientras me apuro por llegar a la esquina donde me espera…
Maxi Sack
26-10-2009