lunes, 20 de septiembre de 2010

Transporte

Allá la plaza, un ritmo prolijo y cotidiano, la ronda, una cerveza que se bate de mano en mano, se calienta.
De este lado de la calle hay un gato muerto, atropellado quizás por un 110 , o un 116, o no sé, quién sabe qué otro elemento de los que componen esta acuarela, este cuadro donde yo cruzo la calle ignorando al gato y a su tufo, haciendo caso omiso a las luces, las bocinas, el viento que sopla como una flauta entre los árboles, pero arrastrándome por la melodía de los borrachos, sin detener mi marcha, odiando la cacofonía que se me afirma (o me le afirmo), las risas, bocinas, los teléfonos, los suspiros del gato, mi respiración que se agita, y, de a poco, los ruidos de la ciudad, mojados, muertos, se apagan cuando se enciende una sirena, un espectro verde y blanco que les da ese efecto de película a los payasos que ya miran desde la vereda, que ensimismados con su llanto, sus teléfonos, el cadáver marron de su fiesta, también mojado con sangre, por el hombre y el gato que observan dormir en la calle.

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